Ed Kemper: El asesino de colegialas.
Era tan solo un adolescente cuando Edmund Emil Kemper III, el nombre real del conocido asesino en serie Ed Kemper, mató a tiros a sus abuelos. Aquella rabia y odio contenidos no eran nuevos. Tampoco la explosión en forma de violencia. Ya desde edad temprana evidenció su naturaleza sádica y despiadada.
Una de sus primeras “víctimas” fue la gata siamesa de la familia, a la que mató y enterró en el patio trasero de la casa. Después sacó su cuerpo, le arrancó la cabeza, la clavó en un palo y la colocó en la cabecera de su cama. Su intención: dirigir sus oraciones a ese tétrico altar. Una de sus mayores fantasías: convertir a las personas en muñecos… y con los años, lo hizo realidad.
Para Ed la muerte y el sexo estaban completamente ligados. De hecho, en una ocasión, llegó a confesarle a su hermana Susan que la única manera de poder besar a la profesora de la que estaba enamorado era matándola primero. No fue la única muerte que se imaginó. También la de su padre, electricista de profesión, que pese a sentir una profunda admiración también fantaseó con su asesinato. Hubo más comportamientos. Como cuando mutiló a una de las muñecas de su hermana Ally. Les cortó la cabeza y las manos. “Tenía unas tijeras, una máquina de coser. Cogí las tijeras, le arranqué la cabeza a la muñeca y me dije: ‘volverá a colocársela de nuevo. Es como si no le hubiese hecho nada’. Así que cogí las tijeras y le corté las manos y le dije: ‘toma, ahora tienes un juguete roto y yo tengo otro juguete roto’. Aquella fue mi respuesta”, recordaba el propio Ed. Tenía ocho años.
A esta edad también escenificaba su propia ejecución ayudado por sus hermanas. “Solía entretenerse con juegos muy morbosos con sus hermanas. Jugaba con sus hermanas a la silla eléctrica, atándolas a un sillón. O al juego de la cámara de gas”, asegura el experto en asesinos en serie Stephane Bourgoin.
Aquel comportamiento anómalo tenía un origen que él mismo reveló ya de adulto: los continuos desprecios y malos tratos a los que fue sometido por parte de su madre Clarnell. Su padre intentó defenderle, pero ya era tarde. Ed, oriundo de California, sufrió la estricta educación materna donde el sexo era visto como un pecado.
Clarnell temía que el niño pudiese violar a sus hermanas, así que lo desterró a dormir solo en el sótano. Estas circunstancias y el desarrollo de una patología psicológica generaron en él un rencor hacia las mujeres. Principalmente hacia su madre.
La única forma de “mejorar” fue viviendo con su padre en Los Ángeles. Pero Guy, como le apodó la matriarca, tampoco encajaba en el colegio. Todos le evitaban. Su gigantesca altura era, en parte, la responsable. Las burlas eran un continuo. Así que el padre decidió llevar al adolescente a la granja de sus abuelos en North Fork. No quería ocuparse de él, la madre tampoco… y los abuelos decidieron ayudarles con la educación de Ed. Sin embargo, la abuela era un calco de su madre: manipuladora y una maltratadora emocional. De ahí los asesinatos. Aquel supuesto arrebato no había hecho más que comenzar. Porque cuando el sheriff de la localidad le preguntó el por qué de aquella aberración, su respuesta fue: “Me preguntaba lo que sentiría al matar a mi abuela”.
Tras la exploración psicológica del menor, los expertos le diagnosticaron que padecía una esquizofrenia paranoide. Así fue recluido en el Hospital del Estado, en la ciudad de Atascadero. Un recinto especializado en agresores sexuales y en criminales con problemas psicológicos del que salió con 21 años. Era 1969.
COMIENZA EL TERROR
Aquel gigante de dos metros, 130 kilos de peso y un coeficiente intelectual de 145 -es decir, el de un genio-, volvía a casa. A la de Clarnell. Había logrado ocultarse bajo la apariencia de un paciente modelo que, mientras ayudaba como secretario del personal psiquiátrico, alimentaba un odio visceral hacia su madre.
Tras matar a sus abuelos a tiros, su tercer crimen llegó el 7 de mayo de 1972. Después de una monumental bronca con su progenitora, cogió el coche y condujo en busca de una nueva víctima. Era las cuatro de la tarde cuando dos estudiantes del Fresno College State, Mary Ann Pesce y Anita Luchessa, se subían al vehículo del que sería su verdugo. La idea era llevarlas a la Universidad de Stanford, pero tomó una carretera secundaria y terminó por llevarlas a un lugar solitario.
Cuando las jóvenes se percataron que algo raro pasaba, le preguntaron: “¿Qué es lo que quiere?”. A lo que Kemper sacó su pistola y respondió: “Ya saben lo que quiero”.
Primero encerró a Anita en el maletero, para después, vejar y matar a Mary Ann. Le cubrió la cabeza con una bolsa de plástico e intentó estrangularla con un cinturón. Pero se resistía demasiado, así que “le pasé la hoja de la navaja buscando el lugar aproximado del corazón y le atravesé la espalda. Luego ella se giró completamente para ver, o para proteger su espalda, y yo le clavé la navaja en el estómago”. Fueron varias puñaladas hasta que “le empujé la cabeza hacia atrás y le hice un corte en la garganta. Perdió el conocimiento inmediatamente”.
Desde el maletero del coche, Anita escuchó los gritos de auxilio de su amiga. Sabía que correría su misma suerte, que Kemper no la dejaría machar con vida. Y así fue. Su forma de acuchillarla fue, inclusive, más violenta y sádica que con Mary Ann. Pero matar no era suficiente. Ed condujo hasta su piso e introdujo los cuerpos. Los fotografió con una cámara Polaroid y guardó las fotos de recuerdo.
Después, decapitó sus cuerpos y violó sus cadáveres y sus cabezas. Luego los desmembró, guardando los pedazos en bolsas de plástico. Al día siguiente, condujo hasta Loma Prieta, la montaña más alta de Santa Cruz, y enterró algunos de los restos. De otros se deshizo en algún vertedero. Pero no solamente enterró sus cadáveres, sino que visitó el lugar y la tumba en varias ocasiones. Él aseguraba que amaba y necesitaba a Mary Ann.
Y es que tras salir del psiquiátrico en Atascadero, su única obsesión fue recoger a autoestopistas. El número de mujeres haciendo autostop había aumentado, y Kemper tenía la necesidad de recogerlas en su coche.
Aunque su presencia provocaba un rechazo inicial -recordemos su gigantesca altura y que lucía un estilo hippie de pelo corto con bigote largo-, tener un pase de la Universidad de California que daba acceso a todos los campus generaba en las chicas cierta tranquilidad. Quién iba a pensar que aquel muchacho tan amable, correcto y educado era en realidad un serial killer.
Ed preparó cada crimen con sumo cuidado. Se conocía al dedillo todas las carreteras de la región y sabía perfectamente qué lugares eran los mejores para deshacerse de un cadáver. Sus presas siempre eran estudiantes de la zona donde, por entonces, había matriculados más de cien mil alumnos. Era fácil pasar desapercibido.
En su vehículo, un descapotable de tres puertas, siempre llevaba varias navajas, una pistola, mantas y bolsas de basura para envolver los cuerpos de las jóvenes. Un vehículo que tenía truco. “La puerta creo que está mal cerrada. Entonces, alargaba el brazo, abría de nuevo la puerta y la volvía a cerrar”, explica Mickey Aluffi, uno de los detectives que detuvo a Kemper. “Sin embargo, el tipo de coche que conducía tenía una manilla de seguridad en el reposabrazos y cuando cerraba la puerta se bajaba un pestillo que impedía que nadie pudiese salir por la puerta. Ya no se podía manipular la manilla. ‘Y cuando eso ocurría’, me dijo, ‘ya no tenían escapatoria’”, relata.
Durante los años 1970 y 71, se calcula que este asesino subió a su coche a más de 150 autoestopistas. Era el modo de perfeccionar su técnica, de conocer qué debía decir y qué no para no molestarlas, no infundirles miedo o acabar discutiendo con ellas. En definitiva, para no levantar sospechas.
Poco a poco, su estudio tan meticuloso se tradujo en un conocimiento absoluto sobre las mejores horas y puntos donde era más sencillo recoger chicas sin que nadie se percatase. “Si miras tu reloj y dices: ‘¡caray, no se si tengo!’ y paras, entonces piensan, ‘es un hombre de negocios, vamos a entrar en el coche porque no hay ningún peligro”, explicaba el propio Kemper para no ser rechazado ipso facto. “Así que yo me entretenía con aquel juego para conseguir que entrasen en mi coche. Pero entonces, no quería matar a nadie. Ahí simplemente me divertía. Más tarde, cuando empecé a matar gente, lo utilizaba contra ellos”.
Mientras Ed iba puliéndose criminalmente hablando, la relación con su madre iba empeorando. Durante el tiempo que el asesino estuvo en Atascadero, Clarnell se casó y divorció dos veces, y su regreso al hogar materno no fue visto con muy buenos ojos. Las discusiones eran continuas y verbalmente muy crueles. Años más tarde, el propio Kemper confesaría que de haber sido su madre un hombre se habría liado a puñetazos más de una vez. Pero, “era mi madre”. Ahí estaba el problema.
Para escapar de aquella ira incontenible, Ed acudía a bares de la zona. El Jury Room era uno de sus preferidos, como veremos más adelante. Incluso intentó hacerse policía sin mucho éxito. Quería emular a su gran ídolo del cine, John Wayne. Pero una vez más, su estatura fue un impedimento clave.
Gracias a su trabajo como guardavías consiguió poner tierra de por medio. Se marchó de casa de su madre y se alquiló una habitación en un suburbio de San Francisco. Fue allí donde llevó los cuerpos de sus siguientes víctimas. Nadie sospechaba de él. El gigante Ed, como le denominaban algunos amigos, mantenía oculto su salvajismo. Hasta que una vez más… la bestia que llevaba dentro despertó.
Su siguiente víctima fue Aiko Koo de quince años cuando iba camino a clase de baile. Pese a la dura resistencia que empleó la adolescente, Kemper logró violarla en varias ocasiones y asesinarla. Tras meter el cuerpo en el maletero se lo llevó a casa de su madre.
Durante varios días, acudió a casa de Clarnell para comprobar si se había percatado de algo distinto en él. Es decir, si aquel instinto asesino se veía reflejado en su cara o en su actitud. La madre no percibió absolutamente nada. Ed había perfeccionado el modo de llevar aquella doble vida.
Con el cadáver de la joven en una caja, Kemper no podía evitar tocarla, palparla para “saber” –como describiría después- “qué partes estaban aún calientes”. Sentía curiosidad, la misma que le ocurre el pescador cuando se lleva un trofeo. No obstante, un punto importante para entender cómo funcionaba la mente de este individuo, es que el asesinato de Aiko Koo se produjo cuando acudía al psiquiatra forense.
De hecho, le realizaban evaluaciones de forma regular para comprobar su estado. Y en la última, que se produjo tras entregarse a esta orgía criminal, Ed acudió como de costumbre ante los peritos y fingió tal lucidez, que los propios profesionales acordaron que el joven ya no representaba una amenaza para sí mismo ni para los demás. Sus progresos, según ellos, eran evidentes y recomendaban eliminar de su historial los antecedentes juveniles. El engaño fue absoluto, porque aquel día Ed Kemper llevaba en el maletero de su coche la cabeza decapitada de una de sus víctimas.
Los crímenes se siguieron sucediendo y con él los errores. Tal era la sed de sangre que Ed comenzó a frecuentar el campus de la Universidad de California muy próximo a su casa. Y con ello, acababa de quebrantar una regla básica de todo asesino en serie: matar en lugares donde le podrían reconocer. Pero estaba decidido a llevarlo a cabo.
Con una Rutgers automática del 22 con un cañón de 15 centímetros, Kemper continuó con sus cacerías. Santa Cruz comenzó a llenarse de muchachas desaparecidas y posteriormente asesinadas y mutiladas. Su excusa seguía funcionando: sacó el arma y dijo que quería suicidarse. De este modo lograba que la estudiante se compadeciese de él y así terminar con su macabro plan.
Además, cada crimen normalmente coincidía con una fuerte discusión con su madre. Tras marcharse de un portazo, la bestia iniciaba el rastreo de su próxima presa. Pero faltaba aún su última ‘obra maestra’: matar a su madre. “Le corté la garganta con un cuchillo, y después la decapité”, contó durante su conversación con el criminólogo y uno de los mayores expertos en asesinos en serie, Robert Ressler. “Violé su cabeza cortada. Cuando terminé puse la cabeza en un estante y le grité durante una hora. Le lanzaba dardos”, espetó sin inmutarse.
Ed le mintió diciendo que no se encontraba en casa, pero que podría pasarse a cenar con ellos, que iban a celebrar su nuevo puesto de trabajo. Sally regresó dos horas después. Pero para entonces, Kemper había llenado de trampas cada estancia de la casa. Cerró y selló puertas y ventanas, desplegó su arsenal de armas por distintas habitaciones, así las tendría más a mano, y se guardó unas esposas en el bolsillo del pantalón. Cuando Sally arribó ya cerca de las ocho de la tarde, Ed se disculpó por su madre que llegaba tarde. La acompañó al sofá, mientras ella decía en voz alta… “Sentémonos. Estoy muerta”.
Aquella frase, fue la señal que Kemper estaba esperando. Así que cuando la mujer se acomodó, él se situó frente a ella y empezó a golpearla. En el pecho, en el estómago. Cuando se cayó al suelo, la cogió por el cuello y la levantó. Tal era la fuerza que empleó que le rompió la tráquea. Murió asfixiada.
Después la estiró en el suelo, le envolvió la cabeza con bolsas de papel y volvió a apretarle el cuello. Esta vez con una cuerda y un pañuelo. Quería estar seguro que había muerto. Tras acostarla en su propia cama, Ed se marchó de copas al bar de los policías. Su pasmosa tranquilidad y esa manera en la que miraba de modo distraído, no hicieron sospechar a ninguno de los agentes que se encontraban en el local.
Al regresar a casa, cortó la cabeza a Sally para luego, echarse a dormir. Fue en ese momento cuando se dio cuenta que estaba perdido. No había matado a dos desconocidas en una carretera, sino a su madre y una amiga. Y dentro de su propio domicilio. Ya no había escapatoria.
Decidió dejar una nota confesando los crímenes y una vez lejos, ya en Pueblo (Colorado), con el cadáver de Sally aún en el maletero, llamar a la comisaría para confesar todos los asesinatos. No le creyeron. Y no fue hasta una segunda llamada, cuando la policía comenzó a moverse.
Era el 23 de abril y acababan de dar con el peligroso Co Ed Killer. Tras su detención, Kemper decidió explicarlo todo, sin abogados. Contó todos y cada uno de los crímenes, quiénes eran, cómo las mortificó y asesinó y dónde se había desecho de sus cadáveres, o lo que quedaba de ellos. Lo hizo sin vacilar, frío, coherente, y completamente lúcido. Su memoria era extraordinaria. Y así lo demostró durante el juicio. Una vista que revolvió las tripas de los presentes.
Porque todos aquellos asesinatos, los de la muchachas, no eran sino una preparación para matar a su propia madre. Era a ella a quien culpaba de la ausencia de su padre, y sobre todo, de tantos años de maltrato y vejaciones. Pero con el asesinato de su madre, no obtuvo satisfacción alguna. Más bien fue una catarsis, un punto y aparte que le llevó a entregarse.
El 8 de noviembre de 1973, el Estado de California finalmente le condenó a cadena perpetua y recomendó que jamás obtuviese la libertad condicional. Harold Cartwright, el investigador de la defensa de Kemper, dejó claro por qué este asesino no puede salir de prisión: “Porque no se puede en absoluto correr el riesgo de que lo que se produjo una vez pueda volver a suceder. Así que no, no, yo no quiero volver a ver a Kemper en la sociedad pese a haber participado en su defensa”.
Hasta él mismo sabe el peligro que supone para el resto: “Si fuera la sociedad, no confiaría en mí”. Un testimonio que fue grabado por el criminólogo Robert Ressler en la década de los años setenta y que gracias a la serie Mindhunter vuelve a estar de actualidad.
Durante aquellos encuentros entre el agente de policía y el asesino, éste describió a la perfección cada asesinato, pero sobre todo, su verdadera motivación. Su madre. Así que cuando acabó con su vida “tenía que parar”. Era una especie de “proceso catártico”. Muerta ella, ya no había razón por la que seguir matando.
Edmund Kemper, un asesino impresionante y con un IQ altísimo, un genio que pudo haber utilizado esa capacidad para grandes cosas, sin embargo su amarga existencia junto a su familia y un pasado deplorable pueden detonar la bestia que viven dentro de nosotros...
¿Qué opinas del caso? ¿Qué asesino quieres ver después? ¡Los estaré leyendo, pues me importa mucho lo que tienen por aportar!
-Rei❤
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